Capítulo 1: Unos meses atrás

Unos meses antes. Unos cuantos pasos atrás, unos cuantos susurros de menos. Unas cuantas copas de más, millones de besos perdidos en ese maldito ensueño, ahogados entre los cubitos de hielo junto con lo que a partir de esa noche se convirtió en mi pasado, tu presente, pero mi pasado.

A la siguiente tarde, más que tarde...me marché pronto de los papeles, la pantalla...y de sus necedades. La vida puede ser cualquier cosa que elijas, menos dejar de caminar. Y salí a pasear, al atardecer, como más me apetecía cada vez que decidía hacerlo.

El sol al atardecer es como ese cosquilleo que al cerrar los ojos cae desde los párpados hasta la punta de los pies, intenso. Casi tanto como mis pensamientos desde ese día.

La música resonaba alto en los auriculares enchufados al teléfono, que hoy estaba fuera de servicio. Caminaba al son de cada batir de la melodía, e imaginaba cientos de historias mientras casi podía acariciar la línea del horizonte entre los edificios. Miraba caminar en la acera de enfrente a aquella chica con su perro y cruzarse con la señora que reñía a sus nietos por pelear entre ellos, más jugando que enfrentando. Paseé sin vacilar en aquella acera que ya me había visto recorrer más de una vez cada uno de mis desaguisados, malas, buenas, orgásmicas tardes,  intensos debates de mi alma y mis pies. No tropecé. Pero de puro milagro.

Crucé a dos chicos en patines, un ciclista que cambiaba de acera, y casi rozaba el peinado recién sacado de la peluquería de señoras y chismes recién cocidos al vapor de la laca. Y también crucé una mirada. Nueva. De ojos con tonalidades frías que parecían más intensos que el último resquicio del sol poniente. Más intensos que la noche que aun esperaba a mis sueños inquietos y ansiosos por un nuevo caminar.

Estaba quieto, impasible al otro lado de la calle. El aire ni siquiera se movía pero la brisa parecía soplar sobrecalentada en mi pecho. El batir de las alas de aquellas palomas que rompieron nuestro cruce de miradas, rompió también el suelo que pareció levantar tres palmos delante de mis, de repente, entorpecidos pies y tropecé. Conseguí salvar la caída. No volví a verlo al levantar la mirada y bajar drásticamente la temperatura.

En mi camino había señoras que vigilaban fijamente, como aquellos vítreos ojos. Bicicletas temerarias como la tensión que mantuvimos en segundos. Niños patinadores que no paraban de rodar como mis cavilaciones, casi como mi trasero. Palomas que volaban como el resto de mi paseo liberador de aquella tarde.

Unos meses antes. Hace unas cuantas miradas menos. Unos cuantos orgasmos atrás.

Volví a casa. Cené pizza. Lloré en el sofá, y me metí en la cama. Sonreí al cerrar los ojos y notar que la brisa caliente de aquella tarde estaba en mi cama, y parecía tener pretensiones de quemar cualquier rastro de pesadilla anterior. Estaba la brisa y también el recuerdo del color azul intenso de esa mirada.
Y entonces la brisa se apoderó de mi cuerpo y subió la temperatura hasta alcanzar la intensidad del primer atardecer de muchos.


Besos,

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